13.10.08

Phnom - Penh

Me levanté a las nueve, muy tranquilo y a las diez ya estaba en la calle buscando un locutorio para hablar con la flía y chequear la correspondencia. El hostal estaba un poco alejado de lo que es el circuito turístico. Se encontraba un poco más alejado en una zona muy comercial y sucia de la ciudad. Mucha moto y mucho tuk-tuk agobiándote por un city tour.
Después de desayunar una chocolatada y un yoghurt de frutas agarré la guía y me puse a leer qué es lo que la ciudad tenía para venderme. El palacio se destacaba y aparecía en el puesto número uno de las “35 things not to miss” de la South East Asia Rough Guide. Buena alternativa, si bien quedaba a media hora de la estación de servicio donde había desayunado decidí caminarlos con la cámara enroscada al brazo. Para no perder la costumbre. 
Hacia muchísimo calor, el sol se había puesto y no había un nimbo que lo tapara. Insoportable. Cien por ciento de humedad, el agua que tomabas se evaporaba al segundo por los poros de la piel. Peligroso. La marca de la mochila ya se había dibujado en la espalda. Caminé siempre buscando un rinconcito a la sombra, cada tanto me apoyaba sobre el tronco de un árbol para descansar. 
La ciudad a primera vista no me había llamado mucho la atención. Sucia, nunca había encontrado hasta ese entonces tanta mugre en una ciudad asiática. Mucho auto y mucha moto, el aire no era de los más recomendados para respirar. Mucho polvo, y la gran mayoría de las calles estaban cubiertas de tierra y arena permitiendo a los conductores levantar una gran nube polvo. 
El camino hasta el palacio me mostró calles más angostas y limpias, caserones de uno o dos pisos protegidos por grandes rejas y hombres de seguridad dándome a entender que estaban habitadas por extranjeros, quizás familias diplomáticas, o locales con un buen pasar.
El palacio se ubicaba dentro del círculo céntrico de la ciudad donde se destacan unos anchos bulevares arbolados que terminaban en una serie de plazas abiertas. En cada una de ellas un monumento documentando algún hecho histórico de importancia como el de las victimas del genocidio perpetuado por el feroz comandante Pol Pot.
El régimen totalitario impuesto por Pol Pot alcanzó picos de extrema violencia asesinando a más de un millón y medio de minorías étnicas y destrozando cualquier tipo de templo religioso. Inspirado por el comunismo Maoísta el régimen Khmer trasladó a todos los habitantes de la capital, y también a la gente de las provincias aledañas, a trabajar a los campos. Ordenó la matanza de los intelectuales, profesores, médicos y sus familias. Hasta los que usaban anteojos eran condenados a muerte por el delito de “intelectualidad”. El régimen duró sólo unos cuatro años gracias a la viertnamíes que invadieron Camboya. De todas formas Pol Pot siguió comandando guerrillas desde Tailandia contra los gobiernos que se sucedieron en la cúpula camboyana.
Uno de los day trips que uno puede hacer desde Phnom-Penh es el de visitar los campos de exterminio en las afueras de la ciudad. A lo largo de ochenta y seis tumbas se excavaron más de nueve mil cuerpos. Hombres, mujeres y niños eran apaleados a muerte, decapitados o enterrados vivos. Este es sólo uno de los muchos lugares dispersos a lo largo de todo el país.
Finalmente llegué al palacio a las once y media. Pero éste acababa de cerrar y no abría sino hasta las dos y media de la tarde. La entrada de ocho dólares tampoco invitaba a volver, sobre todo porque no te dejan ver más allá de una o dos partes del complejo habitado por el rey.
Caminé bordeando el río donde me encontré con un par de templos y muchos niños vendiendo agua y postales o mendigando. Se sujetaban con mucha fuerza de mi brazo. Las madres bajo la sombra de un árbol cuidando de los más pequeños. No dejaba de sorprenderme, el cuidado y devoción por lo niños y los ancianos que vi transmitir a todos los asiáticos no coincidían con las imágenes que sucedían en Camboya. 
Almorcé una picante sopa de noodles con carne y verduras, quizás no era la mejor opción por el calor que hacía pero me habían recomendado hacerlo en ese restaurant. Me quedé un rato largo en el restó escribiendo el diario, esperando a que el sol bajara un poco.
A la tardecita recorrí un par de galerías de arte, compré libros en una muy buena tienda de usados, tres por diez dólares, y visité el museo Nacional. Volví caminando al hostal cuando se hacía de noche, cené en un puesto callejero y enganché por TV la última película de Bourne.

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