11.9.10

23 de Noviembre del 2008

 
El día de mi cumpleaños número veintiséis se puede decir que no fue un día más. No sólo por estar viajando en la India, quizás el detonante natural para la serie de eventos que fueron sucediendo a lo largo de todo el día.

No fue una novedad cumplir años afuera, por lo menos no fue algo que me llamara la atención. Ya los había festejado dos o tres veces en Dublín, y si mal no recuerdo, una vez en Nueva York. Aquellas veces había logrado festejarlo con amigos o con mi novia. Esta vez se dio que no haya una vela por apagar, o un amigo por abrazar, pero eso yo ya lo sabía.

Este cumpleaños me toco en plena carretera, en movimiento, en el sentido más literal de la palabra. El 23 de Noviembre del 2008 me la pase viajando y esperando, esta última, quizá la etapa menos divertida de una vida en la carretera, pero que de alguna manera logra también formar un concepto cultural de lo que uno está visitando, como si estuvieras caminando dentro de un mercado o conversando con un paisano.

Me levanté a las nueve de la mañana, a las once salía mi tren desde la estación New Jaipur con dirección a Varanasi. Si bien los tiempos no me iban a dar para al menos tomar un chai en la ciudad sagrada por excelencia de toda la India, me estaría acercando bastante para un chai post-cumpleaños.

Desayuné unas deliciosas facturas típicas atiborradas de azúcar y aceite, esas que se enrulan por el calor del fuego pero que dependiendo del talento del cocinero,  permanecen tiernas por dentro. Para bajar tremendo atropello nada mejor que unas cuantas tazas de un chai preparado con la perfecta alquimia de jengibre, pimienta y masala.   

Una de las reglas que nunca fallan cuando uno se dispone a saborear de los pequeños placeres callejeros es la de acercarse al puestito más concurrido por más insalubre que parezca. Si hay algo que he aprendido a lo largo de todo este viaje fue el de nunca cerrar las puertas a cualquier persona que esté dispuesto a alimentarme. La comida, como lo es visualizar la colección de un gran museo, expande el conocimiento que uno pueda llegar a adquirir del lugar que recorre.

Si efectivamente ese puestito es de los más populares, generalmente es atendido por dos personas, uno que se encarga de cobrar a los clientes, y créanme, una tarea para nada sencilla, y el otro que dispone todo su talento para que los clientes se vayan campantes. Nunca faltan los curiosos que te miran de reojo y los que te miran preguntándose de dónde salió este bicho raro.

Había pasado la noche anterior en un hotel a cuatro o cinco kilómetros de la estación de tren. Caminar ese trayecto con la mochila a cuestas no era una opción a barajar, por lo menos en el día de mi cumpleaños. Arreglé con un indiecito escuálido hacer ese trayecto en su rickshaw a pedal que a primeras no inspiraba demasiada confianza.

Lentamente fuimos atravesando la ciudad que recién comenzaba a abrir toda su diáspora de sonidos y colores. Intercambié conceptos con el conductor, que se mostró más atlético de lo que supuse. Las tres preguntas que nunca faltan en el manual de los conductores sin importar qué tipo de vehiculo conduzca son las siguientes:

-         Estas casado? – No.

-         Tenes hijos? – Menos!

-         Queres visitar la tienda de mi primo? – Quiero ir a la estación de tren por favor.

Acabado el protocolo uno puede tener la suerte de realmente divertirse con el conductor, deseando que esas piernitas no se quiebren y te dejen tirado en medio de la nada. Si tuviera algo de dinero no dudaría un segundo en sponsorear a alguno de estos ciclistas para que compitan en el Tour de France, devolviendo un poco de purismo a ese deporte donde ninguno se salva de la jeringa.

Como de costumbre, la estación se presento caótica. En cualquier ciudad con un poco de importancia en la India las estaciones no sólo están para depositar y llevarse pasajeros. Una ciudad alternativa se edifica alrededor de las vías del tren. Comercios, restoranes, agencias de viaje, buses, rickshaws, tuk-tuk’s, taxis y carros tirados a pulmón forman una sola partícula de ese gran microcosmos.

Pero esta vez había demasiada gente. Familias enteras yacían sentadas o acostadas sobre la entrada de la estación, alrededor de ellos un inusual movimiento de niños y señoras mendigando, vendedores ambulantes y maleteros cargando hasta tres maletas sobre sus cabezas, estos descalzos y vestidos con pescadores y camisas rojas. Los guardias, en su gran totalidad Sikhs, relojeaban atentamente la película.

Una vez dentro de la estación te toca encontrar la plataforma del tren que tenes que tomar. Como regla general, los marcadores electrónicos no funcionan, y los que no lo son parecen informar el cronograma del año ‘75. La ventanilla de información se propone como el paso a seguir.  Con la mochila a cuestas, haciéndome paso a los golpes, y poniéndome delante de la ventanilla, tartamudeé mi destino. Las filas en la India suelen armarse sobre los costados, y el resto de la gente armando tremendo barullo alrededor. Todo el mundo impaciente, queriendo llegar a destino, a casa.

Lo que presumí no tardó en confirmarse, la demora de salida de mi tren era de quince horas. Demasiado tiempo, demasiados obstáculos, demasiada India. Anule mi billete tras firmar dieciocho mil formularios que acabaron devolviéndome el total del pasaje pagado. Ahora qué hago?

Agarré la guía y tracé nuevos destinos, nuevas rutas, nuevos caminos para llegar a la ciudad sagrada. Algunos trenes me dejaban a horas de distancia, otros arribando a media noche o tirado en algún que otro lugar. Un japonés se encontraba en la misma que yo, este no hablaba ingles pero parecía que tenia una guía más eficaz que la mía y propuso que continuáramos el trayecto juntos. 

 
Esta ruta consistía en tomar un bus que salía en cuatro horas y que catorce horas después nos dejaría en Patna, pueblo de camino a Varanasi. A las siete de la mañana estaríamos llegando y desde ahí supuestamente no seria complicado conseguir cualquier medio de transporte. Pagué los 180 Rupies en una oficina que no inspiraba mucha confianza y el resto del tiempo hasta el momento de salida lo maté recorriendo el área de transporte, limitándome sólo a mirar el comportamiento de la gente, el viejo Van Morrison me acompañaba en ese momento. Qué bueno tener amigos en momentos como éste.

El bus que estaba pactado a las cinco de la tarde salió a las seis. Compré unas samosas, un par de manzanas y una botella de agua en la pequeña tienda de la estación. El bus, bueno, uno de esos que se ven en Bollywood, lleno de colores, sin suspensión y con más gente que asientos disponibles. Sobre el techo y amarrado por firmes cuerdas, cualquier tipo de equipaje, desde grandes valijas hasta muebles de madera. Sólo faltaba la cuota animal de gallinas y cabras.

Me ubicaron en el fondo del bus, sobre mis costados unos parlantes amenazaban con un viaje libre de música que no tardó en saludarme. La música tradicional hindú puede sonar étnicamente interesante, sólo quince minutos le basta a uno que no está acostumbrado. Es a todo volumen, chillona, monótona y por lo que las imágenes de la TV transmitían, el cuento parece ser siempre el mismo: el lamento de una pobre mujer acorralada y perseguida por una decena de hombres. Sumado al constante saltar del bus lo único que me esperaba era un viaje duro.

Y así fue, no pude pegar un ojo en toda la noche y esas catorce horas fueron las más largas de mi vida en la carretera. Llegamos a las ocho de la mañana a destino, un frío insoportable, tuk tuk hasta la estación y esperar a que salga el tren que finalmente me dejara en Varanasi.  
 

 
Lamentablemente la llegada a la ciudad sagrada no coincidió con el día de mi cumpleaños, pero todos esos inconvenientes son los que nos ponen a prueba, si lo tuyo es experimentar un viaje que marche sobre rieles, el Euro Rail te espera con los brazos abiertos.

Mi llegada a Varanasi coincidió con el sol de mediodía dispuesto a recordarme que los pequeños inconvenientes siempre pueden y deben quedar al margen. La ciudad estallaba, de gente, de color, de olores, de vida. Y estaba dispuesta para mí, como si estuviera servida al dente y con una cerveza bien helada.

Era cuestión de arrojar la mochila sobre la cama y salir disparado a recorrerla. Ya me sentía parte de ella.